¿Por qué un hombre
puede ser buena persona con todo el mundo menos con su pareja?, ¿por
qué los puticlubs están a rebosar de hombres casados todos los días
de la semana?, ¿por qué en algunos países es habitual que los
hombres tengan dos y hasta tres familias cuando han prometido ante el
altar o ante el juez fidelidad hacia su pareja oficial?…
En las guerras del amor
todo vale, porque es la batalla más importante de la guerra de los
sexos. El régimen heterosexual está basado en un reparto de papeles
en el que los hombres llevan siempre las de ganar: ellos
diseñan e imponen las normas para que las cumplan ellas.
Pactan monogamia, juran fidelidad, prometen ser sinceros, y en cuanto
pueden juegan sucio y se enredan en cadenas de mentiras.
Las mentiras son
consustanciales a la masculinidad patriarcal. El engaño y la
traición a los pactos acordados es la consecuencia de firmar un
contrato en el que aparentemente jugamos en igualdad de condiciones,
pero en la realidad está diseñado para que nosotras seamos fieles y
esperemos en casa mientras ellos se lo pasan en grande. La
monogamia, pues, es un mito que crearon para nosotras, muy útil para
asegurar su paternidad y la transmisión del patrimonio, y también
muy útil para domesticarnos y encerrarnos en el espacio doméstico.
En la batalla del amor
hetero el pacto es: “Yo no tengo sexo fuera de la pareja, tú
tampoco”. Nos limitamos los dos, renunciamos los dos a la libertad
sexual, o mejor: ellas creen que ellos se comprometen a cumplir con
esta auto-prohibición. Pero no: la estrategia es que las mujeres nos
auto-censuremos mientras ellos hacen lo que les apetece
sabiendo que gozan de una relativa impunidad y que serán perdonados.
En esta guerra de los
sexos, ellos llegan armados hasta los dientes, las mujeres vamos
desnudas y enamoradas. Ellos juegan con ventaja y casi siempre ganan:
la doble moral nos echa la culpa, y a ellos les disculpa.
Para poder disfrutar de la diversidad sexual y amorosa típica del
macho, los hombres saben que deben defender su libertad mientras
limitan la de sus parejas. Y para ello tienen que prometer mucho,
mentir, engañar y traicionar a las enemigas.
Porque las
mujeres jamás somos las compañeras: nos tratan como a las
adversarias a las que hay que seducir, domesticar, y
mantener engañadas con el rollo del romanticismo y las bondades de
la familia patriarcal.
La doble moral del
patriarcado permite a los hombres a tener una doble vida: una como
señores adultos responsables y comprometidos, y otra como niñatos
mentirosos que jamás asumen las consecuencias de sus actos. Los
hombres aprenden pronto que pueden abusar de su poder porque el
mercado del amor está lleno de mujeres deseosas de ser amadas. Lo
mismo que los empresarios abusan de la necesidad de sus trabajadores
porque tienen muchísima mano de obra barata dispuesta a trabajar por
muy poco, los hombres patriarcales saben que pueden mentir y
aprovecharse porque el mundo está lleno de mujeres con baja
autoestima y necesitadas de amor. Ellas prefieren aguantar
mentiras y engaños que estar solas, y pocas veces identifican este
trato como mal trato, es decir, no es fácil asumir este
comportamiento como violento porque está normalizado en nuestra
cultura patriarcal.
Los hombres
patriarcales, sin embargo, se consideran buenas personas. El engaño
forma parte de las estrategias de guerra, por eso traicionar y mentir
a las mujeres con las que se relacionan no les hace sentir ni
traidores ni mentirosos. Es simplemente una forma de dominar su mundo
y de relacionarse con el enemigo. Y cuando el enemigo es una mujer,
entonces no hay normas de caballerosidad ni principios ni ética que
les detenga: en la cultura machista cualquier estrategia es válida.
El objetivo es siempre someter a las mujeres para poder vivir bien,
para salvaguardar el honor, para aumentar su prestigio delante de
otros hombres.
Esta es la razón por la
cual la honestidad no es cosa de hombres patriarcales. No hay
contradicción, no les supone ningún problema. Es simplemente que
siendo honesto uno no puede tener todo lo que desea, no
puede tener varias amantes y una esposa fiel, no puede hacer lo que
le da la gana sin tener que dar cuentas a nadie, no puede mentir, no
puede acumular riqueza, no puede robar ni utilizar su poder para
aprovecharse de los demás. La honestidad no calza con los valores de
la masculinidad patriarcal, al menos no en el terreno de las guerras
contra las mujeres.
La monogamia y la honestidad masculina
Ella: Cariño, ¿qué
haces?
Él: Estoy en la
cama, a punto de dormirme, ¿y tú, mi amor?
Ella: Estoy en la
barra de la discoteca, detrás de ti.
Este es uno de los
esquemas básicos de los chistes machistas: él miente, ella le
pilla. Es el juego del gato y el ratón: en las relaciones
heteras nosotras somos las policías, juezas y carceleras, y ellos
los chiquillos traviesos que se divierten haciendo sufrir a
mamá.
La monogamia es un
invento del patriarcado para tenernos encerradas y entretenidas. El
engaño consiste en hacernos creer que el adulterio no es la norma
sino la excepción, y que podemos evitarlo si somos
complacientes con nuestros maridos, si obedecemos sus normas, si
cubrimos sus necesidades, y si evitamos que otras mujeres se acerquen
a ellos. Algunas viven resignadas a que de vez en cuando se les
escape el pajarito de la jaula. Cuando descubren las infidelidades
les mandan a dormir al sofá unos días, para pocos días después
ser readmitidos en el lecho conyugal.
¿Por qué las mujeres
invierten tantas energías en vigilar, castigar y perdonar a sus
esposos? Primero porque en muchos países hasta hace bien poco las
mujeres no podían divorciarse, ni cobrar por trabajar, ni montar una
empresa o abrir una cuenta bancaria, de manera que la dependencia
económica se juntaba con la dependencia emocional y no había otra
que tragar con la situación, por muy humillante que fuese ser una
cornuda.
Y segundo porque
la doble moral justifica el adulterio masculino echándole la culpa a
las mujeres: somos nosotras las que seducimos e inducimos al pecado
a los hombres. El mundo está lleno de malas mujeres que no respetan
la propiedad privada de las esposas, y que tientan a los hombres a
cada paso que dan. Con tanta seductora malvada es “normal” que
los pobrecillos no siempre puedan escapar.
Bajo esta lógica,
la cultura patriarcal nos lleva a la competición y a la rivalidad
entre nosotras, por eso se perdona al marido y se culpa a todas las
demás. Lo dice el patriarcado: los hombres tienen un
apetito sexual desmesurado y aunque hagan grandes esfuerzos por
controlarse, son personas de carne y hueso. Sucumben a los encantos
femeninos porque son débiles y no siempre logran resistir a las
tentaciones. Por eso se dejan llevar por los amigotes al puticlub, o
se dejan seducir por perversas mujeres robamaridos.
Es lo mismo que le pasó
al pobrecillo de Adán, que se dejó llevar por la insolente y
desobediente Eva. En este imaginario patriarcal, la culpa la
tenemos nosotras siempre: tanto en el caso de las infidelidades
masculinas, como en el de las femeninas, que son infinitamente peores
que las masculinas.
Nuestras
infidelidades son monstruosas y nunca quedamos impunes:
todas las malas mujeres son descubiertas y castigadas, tanto en la
realidad como en la ficción. Unas sufren torturas, otras son
violadas y asesinadas: el patriarcado nos somete a los peores
castigos para disuadir a las demás.
Cuando nos enamoramos de
otra persona o tenemos otras relaciones al margen del matrimonio
heteropatriarcal, somos unas traidoras y ponemos en peligro
el sistema económico, político, sexual, social, cultural y
emocional entero, de ahí que sea tan importante aplicarnos
los castigos más crueles cuando desobedecemos los mandatos de género
o cuando llevamos al límite a los hombres.
Los hombres patriarcales
no soportan las infidelidades, ni los engaños, ni las mentiras. Les
horroriza que los demás hombres se rían de ellos y les etiqueten
como cornudos. Eso les pasa a los débiles, a los que no saben
dominar a sus esposas. Por eso prefieren casarse con mujeres buenas,
esas que han sido educadas para ser como su mamá: les señalan el
buen camino, invierten mucha energía en educarles, en domesticarles,
en vigilarles, en perdonarles una y otra vez. Ellos sólo tienen que
hacer como que no querían, explicar que estaban borrachos, o
drogados, o acorralados, expresar arrepentimiento y hacer propósito
de enmienda.
Los hombres patriarcales
disfrutan siendo el centro de la atención: saben que cuanto peor se
porten con ellas, más se arrastrarán detrás de ellos. Necesitan
mujeres inseguras, controladoras, celosas, con la autoestima muy
baja, comidas por el miedo a la soledad y al abandono.
Necesitan hacerlas sufrir para sentirse importantes y para obtener
demostraciones de amor en forma de dramas, broncas, y llantos.
Necesitan sentirse necesarios, imprescindibles, y poderosos porque no
saben relacionarse en igualdad, y porque la masculinidad patriarcal
les hincha mucho el ego y les baja mucho la autoestima. Así les
quiere el patriarcado: miedosos, inseguros, impotentes, violentos y
entretenidos en demostrar que son los que llevan los pantalones.
Las ventajas y los placeres de la honestidad
Lo
romántico es político: si queremos transformar, mejorar o
revolucionar el mundo en el que vivimos, tenemos que cambiar la forma
en la que nos relacionamos sexual, afectiva y emocionalmente. Para
poder construir un mundo mejor, necesitamos liberar al amor de toda
su carga machista y acabar
con las guerras románticas que perpetúan la desigualdad y las
violencias.
Las mujeres estamos
dando pasos gigantescos para despatriarcalizar nuestras emociones,
nuestros discursos, nuestro comportamiento, nuestra forma de
relacionarnos. Desde nuestras posiciones feministas buscamos eliminar
las contradicciones y conectar lo que pensamos, lo que sentimos, lo
que decimos y lo que hacemos. Honestidad y coherencia son las claves
para llevar la teoría a la práctica: queremos un mundo mejor,
queremos unas relaciones más sanas, más bonitas y más placenteras.
No queremos ser el freno de mano de los hombres: queremos ser
compañeras.
Algunos hombres también
se han puesto a la tarea de deconstruir su masculinidad patriarcal y
fabricar herramientas que les peritan relacionarse de tú a tú, de
igual a igual. Queda mucho trabajo por hacer: son pocos, pero son
cada vez más. Yo soy optimista desde que entré en contacto
con hombres y mujeres que practican las masculinidades disidentes.
Dado que otras formas de masculinidad son posibles, también otras
formas de querernos son posibles, otras formas de acompañarnos y
cuidarnos son posibles.
Desde la honestidad es
mucho más fácil construir relaciones basadas en la confianza, la
sinceridad, y la complicidad. Trabajar el tema de la
honestidad es fundamental para desaprender el machismo, desalojar los
patriarcados que nos habitan, crear relaciones libres de violencias,
de celos, engaños, tormentos, y damas.
La honestidad en las
relaciones de pareja nos permite conectar desde el centro de nuestras
existencias con el otro, con los otros, con las otras. Desde ese
lugar es como podemos desnudarnos para comunicarnos sin máscaras ni
escudos protectores. Trabajando en pareja la honestidad
puedes decir cómo eres, cómo te sientes, qué quieres, qué es lo
que no quieres, qué necesitas para estar bien. Puedes
caminar desnuda sin miedo, puedes mostrarte tal y como eres, puedes
confiar, y llegar a construir la pareja que quieres alcanzando
acuerdos y trabajando en equipo.
En definitiva, creo que
hay que apostarle a la honestidad: trabajarla es todo un desafío
para todos aquellos que quieren despatriarcalizar las masculinidades,
cultivar la ética amorosa y de los cuidados, y
construir relaciones basadas en el compañerismo, y el disfrute.
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